La taza rota

Todas las mañanas desde hace siete años, él prepara dos tazas de café.

Una para él.
Y otra para ella.

La suya es grande, blanca, con manchas que el lavavajillas ya no puede quitar. La de ella es azul con una pequeña grieta en el asa. Siempre decía que el café sabía mejor en una taza rota.

Él la conoció en una cafetería de barrio. Ella le robó el sitio, literalmente. Había dejado el abrigo sobre la silla y, cuando volvió del baño, ella ya se había instalado, sacado un libro y pedido un capuccino. Cuando él protestó, ella sonrió, se encogió de hombros y dijo:

—Si quieres, compartimos la mesa.

Desde entonces nunca volvieron a desayunar separados.

Se enamoraron sin prometerse el universo y entre rutinas tejieron un cálido nido. El café a las siete. Las tostadas con tomate. Las discusiones sobre el mundo. Hablaban sobre esto y aquello, o solo se miraban envueltos en cómplices momentos de compañía.

Después vino la enfermedad.
Después, el silencio incómodo.
Y luego, la ausencia.

Él siguió haciendo dos tazas de café. La de ella siempre queda intacta. Quietecita sobre la mesa. Casi hirviendo, como a ella le gustaba. Algunos días habla en voz baja como si ella aún estuviera ahí. Otros, se limita a mirar el humo hasta que se disuelve.

Sin embargo, esta mañana ha ocurrido algo distinto.

Mientras fregaba los platos, la taza azul se resbaló de sus manos y se hizo añicos en el suelo. Por un instante, pensó en llorar, en gritar, en odiar al universo por quitarle lo único que realmente ha amado. Pero no lo hizo. Solo recogió los trozos con cuidado y los dejó sobre la encimera.

Esta tarde comprará otra taza.
Quizás no sea azul.
Quizás sea una sin grietas.

Pero, sin lugar a dudas, mañana volverá a preparar dos tazas de café.