La Geometría Perfecta

Hay algo hipnótico en la curva de un cuello femenino, un delicado puente entre la vida y la muerte, tan cercano y al mismo tiempo tan imposible de poseer. Para mí, esa fragilidad es un magnetismo del que no puedo escapar. Es una obsesión que no entiendo del todo, un misterio que me impulsa, una devoción nacida del péndulo que oscila entre lo bello y lo macabro. Mi fijación me ha consumido desde que era un infante, como un roce constante que no para de arañar mi conciencia y hasta que no percibe el olor de la sangre, no es capaz de detenerse.

Caminaba por la ciudad cuando la niebla comenzaba a extenderse, convirtiendo las calles en un laberinto de sombras y secretos. La humedad acariciaba la piel de las paredes, y los faroles iluminaban la bruma como si la noche respirase al compás de los más rezagados. Yo me movía con elegancia, como una extensión de la misma oscuridad. Observaba a las personas pasar, con sus fragilidades ocultas tras cálidas bufandas, camisas abotonadas y sudaderas ajustadas.

Ese día, mi presa estaba allí, caminando desprevenida entre el gentío del centro. Mis ojos la encontraron sin proponérselo, el destino me la ofrecía en bandeja de plata. Su cabello negro contrastaba con su piel pálida, y la curva exquisita era visible cada vez que giraba la cabeza para mirar una vitrina. Cada paso que daba resonaba en esa pequeña parte daña de mi cerebro. Sentía que el mundo se desvanecía con el eco de sus tacones y solo quedábamos ella y yo, perdidos en este mundo de locos.

La seguí durante horas, una danza silenciosa a través de calles y callejones, hasta que llegó a precioso edificio solitario. Como ella, al fin y al cabo.

Esperé en la penumbra de una esquina, contemplándola mientras subía los deslustrados escalones de la fachada y contestaba a una llamada de teléfono. Mi respiración se calmó, y mis sentidos se agudizaron. Antes de que se cerrara el portón, escuché el eco de su risa en el pasillo, su dulce voz amortiguada por las paredes, y eso me provocó un estremecimiento que me hizo sonreír.

Esperé pacientemente unos minutos y me aseguré de que los ojos indiscretos se alejaran de la calle. Subí las escaleras con tranquilidad. Para mi suerte, el portón estaba abierto. Nadie podía oírme, nadie podía verme, nadie podía detenerme. Caminé por el edificio siguiendo el olor de su perfume hasta que hallé la fuente de tan deseado olor, lavanda y vainilla. Me detuve frente a la puerta, pegué la oreja y su voz se escuchaba al otro lado. Con una destreza que había perfeccionado con los años, deslicé una ganzúa en la cerradura. Un simple clic, y la puerta cedió, invitándome a entrar.

El apartamento no era muy grande. En la penumbra pude distinguir el contorno de los muebles, una estantería llena de libros, cuadros colgando en las paredes. La lámpara de la sala proyectaba una luz cálida y hogareña, pero la atmósfera que caminaba conmigo impregnaba el lugar de viles intenciones.

Ella estaba en la cocina, ajena a mi presencia. Sus brazos desnudos brillaban bajo la luz amarillenta, y su cabello lacio caía en cascada sobre un hombro, dejando expuesta la maravilla que me había conducido hasta allí. Ese hermoso perfil de dama, esa curvatura perfecta. Sentí un nudo en la garganta y mariposas en el estómago. Podría decirse que era algo parecido al amor.

Me acerqué con pasos felinos, mi sombra se deslizó junto a la de ella. Mi mano temblaba ligeramente cuando se extendió hacia su objetivo, y por un instante, el mundo se detuvo. Mis dedos se cerraron con firmeza en torno a la obsesión que me atormentaba. Ella dejó escapar un gemido ahogado mientras su cuerpo trataba de zafarse de mi agarre, sus pies pataleando contra el suelo de la cocina, sus uñas intentaron sin fortuna arañar mis brazos. Sus esfuerzos eran desesperados, pero yo ya no sentía humanidad alguna en mí, solo el profundo placer de tocar aquel milagro de la naturaleza.

Sentía en mis dedos su pulso acelerado bajo la piel, los músculos tensos queriendo librarse del destino que yo había decidido para ella. El universo se desvaneció a mi alrededor, como siempre ocurría en esos momentos. La sensación de tener el poder absoluto, de ser un dios en ese instante breve y eterno.

Cuando el cuerpo de la mujer dejó de luchar y se aflojó, sentí algo similar a la paz. Había cesado el latido de la vida, quedando en su lugar un silencio. Dejé el cuerpo en el suelo con cuidado, admirando la serenidad que ahora cubría su rostro. El sufrimiento es un velo que, al caer, revela algo sublime. La belleza de lo que se pierde para siempre.

Extraje mi cuchillo con una precisión quirúrgica, la hoja centelleando con la poca luz que entraba desde la sala. La línea que tracé a lo largo de su piel fue suave. No se trataba de mutilar, sino de rendir homenaje. De preservar la perfección de aquel contorno, de asegurarme de que el recuerdo quedara para siempre impreso en mi memoria, en mi colección particular.

Me tomé mi tiempo para recorrer con la mirada el apartamento. Había fotos de ella con amigos, sonrisas congeladas en el papel. Tomé una de las fotos y la observé con detenimiento. Aquellos momentos felices que nunca volverían, y la indiferencia del mundo que seguía su curso, ignorantes del vacío que yo había creado. Todo era efímero. Excepto el poder que tenía sobre cada uno de esos instantes.

Antes de irme, caminé hasta la ventana y observé las luces de la ciudad extendiéndose como un océano de estrellas. La gente allá fuera seguía con su vida, ajena a lo que yo había hecho, ajena a la oscuridad que habitaba en cada rincón de la urbe. Al salir del apartamento, me aseguré de cerrar la puerta tras de mí, intentando preservar a toda costa aquella obra.

En el fondo, sé que jamás habrá paz para mí. El vacío siempre regresa, la necesidad nunca se apaga del todo. Ese roce constante seguirá destrozando mi cabeza. Volveré a recorrer las calles, a buscar otro recuerdo macabro que añadir a mi colección. La ciudad es mi coto de caza, y yo, un depredador insaciable. Y con cada nueva víctima, la línea entre la belleza y el horror se desdibuja aún más, volviéndose apenas distinguible. Desvelando el monstruo que soy en realidad.